sábado, 25 de febrero de 2012

Krasny Bor

Cuando la última de las grandes guerras de la historia de España –la que libramos contra nosotros mismos– había concluido, en el otro extremo del continente se desató la mayor carnicería que la humanidad haya conocido jamás. Se trataba de la invasión alemana de Rusia, la llamada Operación Barbarroja, que dio comienzo en junio de 1941 con el objetivo confeso de hacer que la Unión Soviética se evaporase del mapa para siempre.

En aquel frente se desarrolló una brutal guerra de exterminio, sin cuartel, como no se había visto nunca. Los alemanes, poseídos por una furia homicida que todavía hoy nadie ha conseguido explicar, irrumpieron en la estepa rusa y arrasaron pueblos, ciudades y aldeas, asesinando en masa. Los rusos, a quienes la campaña había cogido por sorpresa, no tardaron en reaccionar y contraatacaron con fiereza inusitada. Entre medias quedó la nada y 30 millones de cadáveres, la mayor parte civiles inocentes.

Pues bien, en aquel caldero hirviente de fanatismo ideológico, odio étnico y venganza se metieron 50.000 españoles. Lo hicieron, además, por voluntad propia; porque España, aunque sea por simple lejanía, ni estaba ni ha estado jamás en guerra contra Rusia. El cuerpo de voluntarios se reclutó el mismo año de la invasión y fue trasladado a Alemania, donde fue integrado en el ejército alemán: conformó la 250ª Unidad de la Wehrmacht. No combatía bajo bandera española, sino bajo la alemana; aunque aquí, como estas cosas siempre nos han gustado mucho, sus triunfos y actos heroicos, que fueron unos cuantos, se vivieron como propios.

La unidad, conocida como División Azul por las camisas falangistas que llevaban sus integrantes, combatió en el frente de Leningrado durante más de dos años. Parece mentira, pero tiene guasa que a una división de bronceados sureños venidos del país donde crecen los limoneros la enviasen a combatir a una región de intratables inviernos, lagos congelados y temperaturas dignas de Groenlandia. A pesar de todo, los nuestros lo hicieron bien, es más, lo hicieron extraordinariamente bien: dejaron el pabellón muy alto en la que habría de ser la última de las guerras de nuestra historia.

La misión que les había tocado era la de contribuir al sitio de Leningrado, ciudad a la que Hitler quería matar de hambre. La División Azul pronto se ganó cierta fama de invencibilidad por sus excelentes cualidades de combate. El mismo Führer, que no apreciaba especialmente a los españoles, reconoció lo duros y extremadamente valientes que eran sus soldados. Al primero de los generales que comandó la división, Agustín Muñoz Grandes, llegó a concederle la Cruz de Hierro, una distinción que muy pocos extranjeros llegaron a alcanzar.

A principios de 1943, mientras el VI Ejército alemán se rendía en Stalingrado después de resistir durante meses, el alto mando ruso concibió la idea de romper el cerco de Leningrado golpeando por el área de Krasny Bor, un arrabal de la ciudad que se encontraba en manos enemigas. El lugar elegido para la ofensiva era ese porque el general Zukov suponía que, al estar defendido por voluntarios españoles, éstos, sometidos al frío extremo, las privaciones y la desmotivación propias de aquella guerra absurda, saldrían fácilmente en estampida, dejando el paso expedito a los 40.000 soldados, 90 tanques y 1.000 piezas de artillería del 55º Ejército soviético.

Ante semejante alarde, los aperreados españoles apenas podían oponer 5.000 hombres ateridos de frío, malcomidos y con las manos entumecidas. Al punto de la mañana del 10 de febrero, en plena noche y a 25 bajo cero, Zukov ordenó abrir fuego de artillería sobre las posiciones españolas. Su idea era no dejar un solo enemigo vivo. Ochocientas bocas se pusieron a escupir fuego de obús durante dos interminables horas. El cañoneo era letal y ensordecedor, entre andanada y andanada pasaban diez segundos, los necesarios para recargar los cañones. Los divisionarios corrieron a los búnkeres en espera de que pasase el fuego artillero, pero éste era de tal intensidad que muchos no resistieron.

Al amanecer, la mitad del regimiento español había muerto. Pero quedaba la otra mitad, y no tenía pensado huir. Desde la comandancia la orden era explícita: resistir hasta el último hombre. Una orden así, cualquier otro regimiento la hubiese desobedecido, pero no uno formado por infantes españoles. Los rusos no podían ni imaginar que tenían enfrente a un batallón de irreductibles hispanos dispuestos a cualquier cosa con tal de no rendirse, así que avanzaron confiados con los carros de combate y los regimientos de infantería.

Y ahí se torció el impecable plan de Zukov. La lluvia de obuses había derretido la nieve, dejando el campo intransitable para los blindados, lo que obligó a los soviéticos a internarse a pie en Krasny Bor. Era todo lo que los divisionarios necesitaban. Reorganizados a toda prisa, metralleta en mano y metidos en los cráteres dejados por las bombas, esperaron a que las unidades rusas se aproximasen para disparar a discreción.

La masacre fue dantesca. En sólo unas horas cayeron 10.000 soldados soviéticos. La táctica seguida por los divisionarios era mantener una posición hasta que fuera detectada; entonces retranqueaban la línea y vuelta a empezar. Todo dependía de ellos porque sus aliados alemanes no se decidían a acudir. O se anticipaban y disparaban, o un enemigo numéricamente superior y que defendía su patria les machacaba sin miramientos. El viejo lema de la aviación española: "Vista, suerte y al toro", nunca tuvo mejor expresión en tierra.

Los alemanes, sorprendidos por la acometida soviética, dejaron pasar la mañana sin acudir en auxilio de la División 250. Probablemente pensaron que un contingente tan pequeño habría sucumbido ante la apisonadora de Zukov. Una vez sacrificados los voluntarios españoles, lo mejor era mantener la línea y reorganizar la defensa más atrás con regimientos alemanes. Al norte se encontraba la IV División de la SS Polizei, pero no podía moverse, por si los soviéticos cambiaban el curso de la ofensiva. La Luftwaffe no acudió hasta entrada la tarde, y poco después llegó la 212ª División de Infantería alemana.

Para entonces la batalla ya había terminado: 5.000 españoles con fusiles y metralletas habían cedido sólo tres kilómetros frente a 40.000 rusos armados hasta los dientes; es decir, que, contra todo pronóstico y hasta contra la misma lógica, los españoles habían vencido. Pero la victoria no había salido gratis: 1.125 muertos, 1.036 heridos y 91 desaparecidos fue el precio que hubieron de pagar. Algunos fueron hechos prisioneros y conducidos hasta Leningrado, donde fueron interrogados por otros españoles, que luchaban para los rusos.

Zukov creía que, en Krasny Bor, Hitler había estrenado algún tipo de arma secreta y milagrosa. "Dice el coronel que le habéis causado más de 10.000 bajas, y eso es imposible con ametralladoras y máuseres corrientes", le espetó un republicano español a un sargento de la División Azul capturado durante la batalla. El arma secreta y, más que milagrosa, correosa eran los divisionarios, hijos de la lejana España, herederos de una tradición milenaria que se cifra en resistir lo que haga falta a cualquier precio, con razón o sin ella, en Rusia o en Sierra Morena.

Meses después, cuando se había extendido por la Wehrmacht la leyenda de los bravos españoles que, a decir de Hitler, "apenas se protegen y desafían a la muerte", un oficial alemán confesó a un corresponsal en Berlín: "Los españoles, más que soldados, son guerreros". Los de Krasny Bor lo fueron, y de los buenos.

Fernando Díaz Villanueva

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