viernes, 25 de noviembre de 2011

La solución, por Onésimo Redondo

La solución.


Publicamos un artículo de Onésimo Redondo en su revista Libertad. Para apreciar el paralelismo entre el artículo de Onésimo y la situación política actual basta con sustituir la palabra marxista por la de socialista, término hoy aparentemente más moderado que el de marxista, pero igual de desastroso para España que en la década de 1.930.
Como entonces, España hoy funciona por inercia. Sin rumbo, sin nadie que la dirija y dejándose llevar en medio del caos. Pronto España, si no ocurre ya, será gobernada desde fuera.
Onésimo Redondo propone una solución. Una solución que también proponía Ramiro Ledesma en el escrito que publicamos en esta sección la pasada semana. Vayan tomando nota de ello nuestros demopatriotas y, desde luego, en todo caso abandonen la reivindicación de ortodoxia ideológica alguna si no comparten la solución que plantean tanto Ramiro como Onésimo.
LA SOLUCIÓN
Cuando en la confusión de una catástrofe de tierra o mar el pasaje, alocado por la tragedia, se pregunta qué solución cabe en medio de ella, no es inverosímil que el motor del vehículo, aunque averiado, continúe su ritmo impertinente, inút11, como una nota de sarcasmo puesta en medio de la angustia general.
Tal sucede hoy en el cuadro de las tristezas españolas. El motor del Estado, con su Parlamento impertinente, su ritmo ministerial rutinario y enfermizo y su coro: de prensa servil y aun de “malditos”, reclutados entre el pueblo, se esfuerzan en mantener una sarcástica apariencia de normalidad. No nos engañemos: la catástrofe es real y a todos alcanza. El daño causado al pueblo por la hipócrita voracidad parlamentario-socialista es tan cuantioso que afecta a todos los componentes de la economía y a todos los prestigios de civilización. Y es tan rápido que, por vestir el negro color de la tradición, clama contra los culpables la pronta ejemplaridad de un castigo sangriento. Es necio que el espíritu generoso ciudadano conceda nueva confianza al sistema desbaratador de nuestro patrimonio de civilización y riqueza, como sería imbécil conceder plazo o tolerancia a los malhechores adueñados de la propia finca. Hay que preguntarse, como lo hace en realidad el país, volviendo la espalda con asco a los traidores, ¿cuál es la solución?.. De ninguna manera una reincidencia perenne en el parlamentarismo. No podemos confiar en el sufragio universal, como institución perpetua, porque es el origen de los males, que no se eliminarán mientras subsista el fracasado sistema liberal: el sufragio es la alegre viña del escándalo, donde el más despreocupado hace mejor negocio, cambiando votos por meras palabras. En este campo, abonado para todas las traiciones, prospera la hidra marxista, que sin el barullo de las elecciones muere por asfixia.
La desgracia, el enemigo nacional, es el marxismo. Y de éste no se libra el país sino por extirpación voluntariosa, desalojando del país, por traidores y disolventes, sus propagandas : la solución está, pues, en una dictadura antimarxista. No es extraño que a muchos sorprenda y decepcione esta palabra, tomándola, como hasta aquí se ha hecho, por un recurso desesperado, por una militarada en la que el remedio se encomienda, cobardemente, a la taumaturgia imposible de un general.
No es eso: nada de dictaduras autocráticas, personales, y mucho menos de clase, ni obrera ni burguesa. Hablamos de una dictadura popular, del pueblo. Un gobierno fuerte, ganado en la calle por la lucha franca, impuesto férreamente por el arte de los patriotas y por la adhesión del pueblo, y poseedor no de unas fórmulas mediocres de paz y buena voluntad, sino de un querer histórico y total para encaminar a la raza por nuevos rumbos de grandeza; poseedor también de una concepción económica radical que cancele el problema de las clases, reforzando desde el primer momento la producción, sin necesidad de una hecatombe previa, como necesita el marxismo.
Este movimiento no se trama en camarillas ni en cuartos de banderas: no se implanta por resorte, sin previa noticia ciudadana. Tampoco es necesariamente estéril como las dictaduras de ese tipo.
Se gana en la calle como decimos, arrojando, cueste lo que cueste, la máscara de la cobardía que nos tiene ignominiosamente sujetos a la procaz dictadura marxista, marchando abiertamente a liberar al pueblo de la engañosa disciplina con que las fuerzas internacionales -antinacionales explotan su ingenua fe y entretienen su miseria creciente.
¡Queremos una dictadura nacional, de origen popular, que liquide el mito histórico del parlamentarismo y extirpe del suelo patrio la traición marxista!
( Libertad, núm. 18, 12 de octubre de 1931.)

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