El año 1031 el califato de Córdoba llegaba a su fin, y su territorio quedaba fragmentado en decenas de reinos de taifas incapaces de frenar el expansionismo de los reinos cristianos. Los almorávides, provenientes de tribus nómadas bereberes fueron llamados a socorrer a los soberanos islámicos. Eran intransigentes en la aplicación de las reglas coránicas y críticos con la relajación de costumbres en que, según ellos, habían incurrido los reinos de taifas. Llegaron a la Península Ibérica en 1086 y lograron detener a los cristianos y unificar de nuevo Al-Ándalus.
Sin embargo, en la primera mitad del siglo XII el poder volvió a fragmentarse en la España musulmana, lo que aprovecharon los monarcas cristianos para reemprender el avance hacia el sur. En esta ocasión fueron los almohades, más radicales aún que sus predecesores, los que vinieron desde África a socorrer al islam. Hacia 1146, forzaron una progresiva unificación política bajo su cetro que obligó a los cristianos a retroceder. El nuevo imperio se extendía hasta la actual Libia y al frente del nuevo entramado político figuraba un califa que adoptó el título de Príncipe de los Creyentes, Amir ul-Muslimin, que los cristianos rebautizaron como Miramamolín.
De todos los reinos cristianos el más amenazado fue Castilla, pues estaba sumida en luchas fratricidas con el reino de León. Para frenar a los musulmanes, Castilla alentó las acciones militares de las órdenes de Calatrava, Santiago y Alcántara, pero fue en vano. La retirada cristiana alcanzó su apogeo en 1195 con la derrota de Alarcos, donde el rey castellano Alfonso VIII vio a su ejército casi aniquilado. El vencedor, el califa Yusuf II, adoptó el nombre de Al-Mansur, el Victorioso, y para conmemorar su triunfo mandó levantar la Giralda de Sevilla. En 1197 se pactó una tregua de diez años que alivió la situación de Castilla.
Al finalizar la tregua volvieron las escaramuzas y se preveía una batalla de gran magnitud. Alfonso VIII estableció pactos con el resto de reinos cristianos pero eso no era garantía suficiente de no ser atacado. La solución llegó a través de la Iglesia: si el papa Inocencio III proclamaba una cruzada ningún reino cristiano le atacaría (eso habría significado la excomunión), y además estimularía a cristianos de toda Europa a sumarse a la campaña. El arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, fue el encargado de las gestiones con Roma que se culminaron a principios de 1212. Se proclamaron con rapidez las indulgencias plenarias por toda Europa, causando especial efecto en Francia. Se agregaron a la empresa los obispos de Narbona, Burdeos y Nantes, así como numerosos caballeros francos.
Por otro lado, árabes, turcos, senegaleses y bereberes, movidos por el principio de la guerra santa, cruzaron el estrecho en enero sumándose a las tropas de Al-Ándalus, dirigidas por Al-Nasir, hijo del vencedor de Alarcos.
El 20 de junio de 1212 la expedición cristiana se ponía en marcha. Entre los cristianos pronto surgieron desavenencias. Los cruzados franceses querían botín y no estaban interesados en aplicar medidas que facilitasen la posterior ocupación, que era lo que pretendía el rey castellano. El 24 de junio los franceses asaltaron el castillo de Malagón, la primera fortaleza almohade que encontraron en su camino, pasando a cuchillo a todos sus moradores. Se produjo la ruptura y los cruzados franceses abandonaron el ejército en dirección a Francia sin dejar de asaltar todas las juderías que encontraron por el camino. Sólo unos pocos cientos de caballeros franceses permanecieron en la expedición.
El tamaño del ejército musulmán fue enormemente exagerado por las crónicas cristianas, llegando a hablarse hasta de 400.000 hombres, si bien hoy en día se tiende a cifrar su número en algo más de 120.000.
Ante la posición estratégica de los Almohades en Despeñaperros, el avance del ejército cristiano era una maniobra suicida. Entre las deliberaciones cristianas, el rey aragonés Pedro II 'El Católico' y el rey navarro Sancho VII 'El Fuerte' se inclinaban por hacer retroceder al ejército para buscar un paso más seguro.
De otra parte, el rey castellano Alfonso VIII se negaba convencido de que una retirada causaría una deserción masiva en el ejército cristiano. Finalmente, se decidió avanzar a la desesperada hacia Despeñaperros.
Las crónicas narran un suceso providencial, un pastor de la comarca se ofreció a guiar al ejército cristiano por un paso que los Almohades no podían atacar. El paso actualmente recibe el nombre de 'Paso del Rey', que desemboca en una gran explanada, entre las poblaciones de Miranda del Rey y Santa Elena.
El ejército cristiano lo atravesó sin dificultad y acampó en la citada explanada.
Se acordó que las tropas castellanas ocupasen la primera línea de avance, mientras que Sancho VII se encargaría del segundo cuerpo de ataque y el rey aragonés Pedro II se quedaría en la retaguardia al frente de la caballería catalano-aragonesa.
La batalla
Los ejércitos cristianos llegan el viernes 13 de julio de 1212 a Navas de Tolosa, o llanos de La Losa, cercanas a la localidad de Santa Elena al noroeste de la provincia de Jaén, y se producen pequeñas escaramuzas durante el sábado y domingo siguientes. El lunes 16 de julio a primeras horas del día se inicia el combate.
Tras una carga de la primera línea de las tropas cristianas, capitaneadas por el vizcaíno Diego López II de Haro, los Almohades, que doblaban ampliamente en número a los cristianos, realizan la misma táctica que años antes les había dado tanta gloria. Los voluntarios y arqueros de la vanguardia, mal equipados pero ligeros, simulan una retirada inicial frente a la carga para contraatacar luego con el grueso de sus fuerzas de élite en el centro.
A su vez, los flancos de caballería ligera almohade, equipada con arco, tratan de envolver a los atacantes igual que en la batalla de Alarcos. Al verse rodeados por las fuerzas Almohades, acude la segunda línea de combate cristiana, pero es insuficiente, la batalla parece perdida. La desbandada cristiana comienza con las tropas de López de Haro que habían sufrido terribles bajas, sólo el capitán y su hijo, junto a Núñez de Lara y las Órdenes Militares resisten como pueden pero les queda poco tiempo.
El miedo se apodera del ejército cristiano. Viendo lo que sucedía, los reyes cristianos al frente de sus caballeros e infantes inician una última carga con el resto de fuerzas cristianas. Este acto de los reyes y caballeros cristianos infunde ánimos que hacen renovar el brío contra los musulmanes. Los flancos de la milicia cargan contra los flancos del ejército almohade y los reyes marchan en una carga imparable. Según fuentes, el propio rey Sancho VII de Navarra aprovechó la ocasión y se dirigió directamente a la tienda de Al-Nasir. Los caballeros navarros, junto con parte de su flanco, atravesaron su última defensa: los im-esebelen, que sucumbió no sin antes provocar una gran matanza entre los cristianos. Al-Nasir se mantenía en el combate dentro del campamento. Después vino el desastre, el ejército almohade se hundió, e inició una retirada a la desesperada con Al-Nasir a la cabeza. La victoria estaba del lado del bando Cristiano.
En el momento que los arqueros musulmanes no pudieron maniobrar ante las líneas tan juntas, su táctica se vino abajo pues la carga de la caballería pesada cristiana era imparable. Por eso, la última carga definitiva de los reyes cristianos con tropas de élite, caballeros, fue tan determinante justo en el momento en que los batallones cristianos iniciaban la retirada.
Como consecuencia de esta batalla, el poder musulmán en la Península Ibérica comenzó su declive definitivo y la Reconquista tomó un nuevo impulso que produjo en los siguientes cuarenta años un avance significativo de los llamados reinos cristianos, que conquistaron casi todos los territorios del sur bajo poder musulmán. Consecuencia inmediata fue la toma de Baeza, que posteriormente retornó a manos almohades. La victoria habría sido mucho más efectiva y definitiva si no se hubiera desencadenado en aquellos mismos años una hambruna que hizo que se demorara el proceso de reconquista. La hambruna duró hasta el año 1225.
Al-Nasir nunca se repuso del desastre de las Navas. Abdicó en su hijo, se encerró en su palacio de Marrakech y se entregó a los placeres y al vino. Murió, quizá envenenado a los dos años escasos de su derrota.
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