
Advertida su presencia, una embajada partió de la ciudad para conversar con los recién llegados. Al frente, dos de aquellos a los que los españoles denominaban orejones, por su costumbre de colgarse en las orejas enormes pendientes y adornos, que terminaban por alargárselas en extremo. A su alrededor, y llevando a los dos embajadores en volandas, un séquito de criados como los castellanos no habían visto nunca antes.
Cuando ambos grupos se situaron frente a frente, el traductor de los incas hizo entender a Gonzalo Pizarro, hermano del gran Francisco, que únicamente conversarían con el jefe de los barbudos, como ellos llamaban a los españoles, tal debía ser la falta de higiene personal que presentaban estos a sus ojos.
Sin embargo, don Francisco Pizarro no estaba dispuesto a conversar con nadie que no fuese el mismo Atahualpa y así se lo hicieron saber sus hombres, a la vez que les hablaban del emperador Carlos V, del Papa de Roma y, lo más importante, de lo mucho que le convenía al hijo del Sol aceptar la amistad de los españoles. Todo esto les dijeron, mientras con ojos avariciosos observaban la riqueza de las vestiduras incas.
Los indios, asustados por la presencia de aquellos caballos a los que tanto temían, escucharon para contestar que esa era una embajada de paz y que el gran Atahualpa les esperaba en Cajamarca para demostrar su amistad sincera, dicho lo cual se retiraron con el mismo boato con el que llegaron.
Mas los españoles no habían llegado hasta allí fiándose de las palabras de quienes les superaban infinitamente en número y esa misma noche obtuvieron, mediante tormento, la confesión de algunos indios cercanos, de que lo que realmente tramaba Atahualpa era atraer a los españoles para darles muerte en el acto. Su fin estaba cerca.

Tales atrocidades las conocía bien el joven Francisco, enrolado a los 18 años de edad en los tercios de Italia a las órdenes de don Gonzalo Fernández de Córdoba. Bajo su mando desembarcó en Messina y participó en las batallas de Laino y Atella, llegando incluso a salvar la vida del intendente del Gran Capitán, don Nicomedes González de Pastrana.
Por tanto valor, Pizarro fue elogiado en varias ocasiones por sus superiores hasta que, harto de tanto guerrear y poco ascender, decidió embarcarse rumbo al Nuevo Mundo en 1502. Quienes de aquellas tierras llegaban, hablaban de inmensas riquezas dispuestas a ser recogidas por hombres valerosos, de valles interminables y ciudades tan lujosamente engalanadas, que ni las mismas capitales del Gran Turco podían rivalizar en opulencia y belleza.
Y de todas esas historias, la que más cautivó su ánimo fue la escuchada en boca del vasco Pascual de Andagoya, hablando sobre unas tierras habitadas por indios vestidos de oro, adoradores de un Sol gigantesco y que moraban en ciudades construidas en ese mismo metal. Era 1524 y, aunque Pizarro contase ya con 46 años de edad, su carácter indómito y aventurero le llevó a contactar con su antiguo socio en el negocio de los cerdos, Diego de Almagro, y con el clérigo Hernando de Luque, hombre letrado en leyes, culto, honrado y valiente como el que más.
Juntos se conjuraron para comprobar la veracidad de tales historias, organizando tres viajes en dirección al Sur levante. En el primero, en ese 1524, fueron tantas las penurias sufridas, que como muestra basta decir que a una bahía que descubrieron la bautizaron como la del Hambre; en el segundo, dos años más tarde, las miserias fueron aún mayores y sólo dos navíos enviados desde Panamá en su rescate les evitaron morir de inanición y frío.
Para unos, aquellos barcos significaban la salvación, para Pizarro, la claudicación a un sueño. Y así, no dispuesto a sucumbir, el castellano sacó su espada y ante la atónita mirada de los presentes trazó una línea en el suelo de Este a Oeste. Uno de los lados representaba el regreso, la tierra segura y firme de Panamá; el otro, lo ignoto, la aventura de lo desconocido. Era el momento de que cada cual decidiese su destino. Un gesto que recuerda en mucho al de su primo Cortés, cuando quemó las naves para evitar la marcha atrás, sólo que Pizarro sí dio la oportunidad a sus hombres de elegir entre la gloria y el olvido.
De los 80 hombres que le acompañaban, sólo 13 cruzaron la línea, aquellos a los que desde ese instante se conocería como los Trece de la fama y a los que Pizarro trataría hasta el fin de sus días con especial deferencia, incluido el reparto del botín que estaba por llegar.
La suerte pronto comenzaría a cambiar. En los días siguientes, el piloto Bartolomé Ruiz de Estrada se topó con una embarcación que transportaba a varios indígenas ataviados con adornos de oro. Más tarde se toparon con otra, y con otra, y con una escuadra de ellas que les llevó a la ciudad de Tumbes, la primera del Imperio Inca que les puso en el buen sendero hacia las riquezas infinitas.
Francisco Pizarro, sabedor de la importancia del hallazgo, regresó raudo a España para negociar con el emperador Carlos V el reparto de aquellas tierras recién descubiertas a las que se llamó Nueva Castilla. En las capitulaciones, firmadas en Toledo el 26 de junio de 1529, se establecía el nombramiento de Pizarro como gobernador y adelantado mayor del territorio que sometiera bajo su espada, tarea para la que contó desde ese momento con sus hermanos. Comenzaba a forjarse la leyenda familiar.
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